martes, 24 de enero de 2017

He creado este blog para mostrar una obra que he titulado 'Ángel Caído de Ningún Sitio'.
Esta obra consta de un poema en prosa que escribí entre Septiembre y Octubre del 2016 y de una pieza musical polifónica que compuse en Diciembre del mismo año. Ambos trabajos poseen el mismo título pues son piezas que se complementan, aunque al mismo tiempo pueden funcionar de manera independiente. Por favor no usar ninguno de estos materiales sin mi permiso.

En el siguiente link puedes escuchar la pieza coral, y a continuación leer el poema. 

Puedes descargarla desde mi página oficial como músico en bandcamp
https://alvarobarcala.bandcamp.com/track/angel-fallen-from-nowhere






ÁNGEL CAÍDO DE NINGÚN SITIO
-por Álvaro Barcala-

I

Me acostumbré a marcharme de todos los lugares sentado en una alfombra, con la solemnidad de una cabeza recién afeitada, sin disciplina alguna, pero con el semblante característico de una devoción total. 

Mi escaso equipaje siempre ha delatado mi propensión a la fuga, aunque me he ido y he vuelto tantas veces que me he acabado convirtiendo en un eco reverberante, en la voz de algo invisible que siempre está en el otro extremo, o mejor dicho, en una idea concreta que ha acabado optando por una abstracción reiterada. Ya no aspiro a nada más que a ser una señal viviente y augural que se hace a sí misma ver significados extraños en todo lo que pasa desapercibido. 

Aun con todo, jamás me consideraría ni un viajero ni un aventurero, y ni mucho menos un visionario. Siento que esas son unas facultades que en absoluto me corresponden, como ocurre con los papeles sucios de los periódicos, que al cubrir el cuerpo congelado de un vagabundo ganan la dignidad de un sudario, sin realmente serlo, nada más que en el imaginario de lo puramente circunstancial.

Lo que he buscado en el viaje es el aroma de esa rosa que se encuentra omnipresente en todo lo que se ha de descubrir, pues los lugares, como con cualquier otra cosa, no son algo que se desvelen con el mero hecho de estar. Es la rosa la personificación de todos esos momentos en que se asume lo incomprensible, los momentos del alba, los momentos del cambio… rosa, una palabra que pertenece al vocabulario de los amaneceres, aun de los momentos más oscuros que hay en cada amanecer. Nunca hasta ahora ha tenido esta palabra un significado tan exacto para mí, como la concisión del humo cuando éste deja de ser una mera sustancia volátil para convertirse en una señal milagrosa, en un mensaje elevándose en el cielo que hay detrás de las montañas.

No hago más que perseguir a esa rosa, cuyo olor vertiginoso de precipicio y acantilado hace perder el equilibrio a los sensatos y gesticular a todas las personas decentes como si ya estuvieran desahuciadas. No ocurre así con los que han convivido toda su vida con el vértigo, con el vaivén de las olas en un mar bravo, con lo que simplemente podríamos llamar el constante cambio. 


Porque el cambio es a su vez otra señal milagrosa, otra columna de humo elevándose tras los paisajes de nuestro propio corazón, el olor de una rosa que se hace aún más presente en todo lo que aún desconocemos.


II

El corazón se encoge, como la contracción repentina de las pupilas al abrir el tabernáculo que guarda la luz intensa, reconociendo las señales que anuncian la belleza que ha de devenir, en la mera turbación, en la evidencia que orbita alrededor de las cosas que anhelamos y que apenas difieren de la naturaleza del sol.

Y así, aguantamos la tentación de taparnos los ojos, con la mano que usamos para manifestar nuestro pudor, la misma con la que esgrimimos y agitamos esa cuchilla que sólo es capaz de cortar el aire, o como mucho, el aliento, durante el tiempo suficiente para contemplar las cosas buenas que no nos atrevemos a alcanzar.

Notamos la tentación de arrodillarnos, como si pudiéramos crecer desde nuestras rodillas y así caminar a la altura de los astros, encadenados a una hilera de guirnaldas adornadas con rosas blancas, tal que una marcha de indígenas que han sido invadidos por el fuego y la luz del cosmos, para una vez lejos, perderse en éste.

Notamos la tentación de cortar nuestros cabellos y dejar crecer las flores del éxtasis sobre nuestras cabezas, levantando el rostro con gesto impasible, en una prefiguración de algo que es todavía imposible de interpretar.

Notamos, en fin, cómo el milagro acontece, de la misma manera que siempre ha acontecido sin que nunca le hayamos prestado la más mínima atención.


Siempre hay que encontrar un momento para la admiración, para sentir el peso de lo maravilloso en nuestros brazos, nuestros hombros y nuestras piernas, como dándonos cuenta por vez primera de una gravedad que nos empuja, no hacia el suelo sino hacia nosotros mismos, hacia el núcleo de lo que nos hace ser lo que somos, hacia ese sol alrededor del cual orbitan nuestros anhelos. En definitiva, hacia toda esa belleza que está apunto de explotar. 


III

He encontrado en el rezo un acto criminal que no se perdona más que con un encerramiento perpetuo, un confinamiento creado con toda clase de prodigios anómalos, flores ajenas al mundo que se asume como real, emociones tan cercanas al éxtasis religioso que se acaban confundiendo con el extraño fenómeno de la visión.

Adopto el fervor como un arma arrojadiza que empleo contra el muro, contra cualquier muro, y la devoción como elemento equidistante que deja pasar el milagro a través de esa tiniebla solidificada en la que todos caemos, en un momento dado, y unos cuantos, para siempre.


Caminar descalzo sobre las brasas de un pensamiento, uno azuzado por el soplo de los ángeles, y sentir, en la piel delicada, cómo el dolor metafísico se convierte en puente y en alas, en la alarma que despierta y te hace levantarte aquí, en este preciso lugar, o en cualquier otro, pero uno que nunca habías visto, donde todos los rostros se convierten en uno sólo, para hablarte de tú a tú, en un canto polifónico.


IV

La noche se prolonga en cada uno de los acertijos que componen todo lo que creemos ser. Una polvareda de acepciones levantada por el pasar de los caballos nocturnos. El recuerdo impreciso de algo semejante al agua discurriendo por los canales erosionados de nuestra memoria, como si de pronto, todo nos fuera ajeno.

No hay que volver jamás a ningún lugar. El verdadero retorno es seguir siempre hacia adelante, regresar a todo aquello que desconocemos, volver a todos esos lugares periféricos, donde nunca hemos estado. La nostalgia del hogar es la mayor de las trampas, y esto lo se demasiado bien. Se trata de un sentimiento traicionero y destructivo, pues el hogar no es más que una tumba tras la cual no hay ningún Más Allá. Regresar adonde ya has estado no es más que prolongar la noche, soltar la mano que te sujeta al borde del precipicio. 

Sobre este crepúsculo sobrenatural explota en mil pedazos la silueta del gorrión, mortificado por sus propios límites. No hace falta ninguna palabra mágica para volar de esa manera, aunque sí un lenguaje compuesto de presentimientos y de oscuros signos melancólicos. Se trata de un código secreto cuyas señas poseen la misma belleza que los tatuajes de los presos rusos, o que las palabras musitadas en el rezo vespertino de los monjes. Se trata del lenguaje de la soledad, el escape de humos del aislamiento. 

Escuché las puertas de un corazón triste abrirse de par en par. Pero lo hizo con el chirrido de un material que ha sido abandonado a la intemperie demasiados años. Un amor desvencijado que estremece y espanta. La noche prolongándose a través del óxido.  

Hoy he visto un pájaro caer de una rama y convulsionarse en el suelo. Por un momento su cuerpo convulso me pareció ser un corazón diminuto y emplumado, un corazón agonizante que con cada espasmo enviaba un pálpito de sangre a cada rincón del Universo, manteniendo así con vida todo lo que creemos ser, todo lo que creemos haber conocido. Observé sus sacudidas durante los pocos segundos que tarda un pájaro en morir, y tras quedarse inmóvil, me di cuenta de todo lo que había muerto.  


V

He desgarrado al humo. He puesto fin a la elegancia de las mañanas nubladas. He perpetuado la belleza con el candor infantil del eructo inapropiado. He trenzado vínculos traicioneros con la muerte. He ensortijado mi mano derecha con el único propósito de posarla sobre el más escurridizo de los misterios. He huido con el heroísmo metafísico de un rufián, fugándome de mis propias emociones para perderme en algún juego violento. He rendido culto a todo aquello que resplandece en lo más alto de las escaleras. He aprendido el alfabeto persa para invocar al sol, al rayo y a las estaciones eternas. He caminado sobre los pequeños y afilados dientes que bordean las imágenes de mi subconsciente. He aprendido a detener mis pensamientos en mis ojos, para evitar así que tomen forma en mi mirada. He desaparecido de todos los lugares posibles. He recurrido a la resurrección como medio efectivo de evasión. He sido un monstruo que se ha metamorfoseado en flor para volverme a metamorfosear en monstruo. He utilizado el dialecto de la impertinencia como si fuera una caricia lunar. He sentido el deseo de coronar a mi alma como mi único rey. He sido víctima de mi mismo y me he reído de los que se consideran víctimas de la existencia. He amado las cosas sublimes desde el anonimato. He amado las cosas mundanas desde mi más mísera identidad. He caminado hasta el lugar donde empiezan las cosas buenas y me he quedado allí paralizado, observándolas con tristeza. He repetido las mismas y las mismas ideas una y otra vez hasta erosionar la roca de las apariencias. He aguantado el peso de un aire negro. He conseguido vivir en un estado de encantamiento absoluto. He reducido mi talento a lo puramente anecdótico para dar más espacio a mi realidad. He vivido en doce ciudades distintas como si cada una de ellas fuera una ciudad santa. He cuestionado lo incuestionable que hay en lo cotidiano. He subido a una cima evanescente y me he convertido en una sustancia irreal…

He hecho todas estas cosas, y pese a todo, aún me arrastro hacia ese algo que es tan remoto y etéreo que apenas parece existir. 


VI

Entendí cómo el acto de la invisibilidad debe convertirse en factor de goce. El estar enmascarado por la propia noche, por la postura grotesca, representando la última de las escenas:

No necesito imitar a mis héroes literarios para amarlos, ni perpetuar ninguna línea o estirpe de emuladores, transmitiéndose unos a otros determinadas esencias originarias como si de enfermedades se tratara. Y aun así soy consciente de la necesidad del fenómeno del contagio, de la audacia de lo gregario, del orgullo y la gloria de la imitación. Es precisamente eso lo que nos permite distinguir una época de la otra, construir el espejismo de aquello que llaman la Historia. 

Nada se desarrolla si no es imitado, ninguna idea se perpetúa a menos que se emule y se repita a través del disfraz de las identidades. La vaciedad del hombre es necesaria para hospedar las esencias ajenas. Esas esencias que a nadie pertenecen. Ahí, donde la personalidad es la mayor de las audacias, la eficacia del orgullo y la ilusión de lo propio. Sin tales herramientas todos morirían en el mayor de los anonimatos, junto con todas esas ideas originarias, ideas que necesitan de un portador, de un organismo al que parasitar y utilizar como medio de transporte, como huésped temporal en el espacio, ofreciéndole a cambio los placeres ilusorios del ego, la galletita que te recompensa por ser tú mismo. 


Ideas originarias existiendo por sí mismas, trasmitidas como el polen por las abejas. Ideas que nos utilizan para crear su propia línea de sangre, un truco de la naturaleza para perpetuar lo que de sí misma tal vez no comprende y necesita testificar. Un proceso que precisa de la insatisfacción y la estupidez del hombre… Contadme cómo vuestra vaciedad personal es culpa del sistema. Contadme cómo la luz tenue de las luciérnagas imposibilita vuestros sueños. Contadme lo frustrante que es no ganar todo ese dinero que supuestamente despreciáis. Contadme todos esos intereses individuales y egoístas que se esconden tras vuestra búsqueda de ese supuesto bien común. Contadme cómo brindáis en los bares la queja de vuestra existencia. Contadme lo gruesas que son esas cadenas que tenéis asidas a los tobillos mientras bailáis una jota. Contadme, contadme. Asumid que necesito observar cómo la estupidez originaria se perpetúa a través de las abejas. Milagro de la naturaleza.


VII

Adiviné un mundo asombroso al otro extremo de la línea de los ecos. Vértigos sucesivos propagados por la perturbación de las cualidades del espacio, música inusual y entrañable plasmada en la onda de choque de todo lo inesperado, quebrando la membrana de ese horizonte de montañas lejanas, tímpano de cielo y aurora, espacio de nubes gobernadas por un rey coronado de aire. 

El frío oriental se propaga con un olor gélido y extraño, un hedor similar al de un bello cadáver envuelto en una alfombra persa. Ese es el clima de mi mundo interno, o de ese internado que guardo adentro, repleto de niños huérfanos vestidos en gris, de institutrices severas que guardan la única llave que abre la habitación prohibida, desde donde el fantasma pide auxilio y mueve los muebles sin causa aparente, donde el niño espíritu permanece despierto mientras los demás duermen, enjugando sus lágrimas como si apartara un velo, una fina cortina levantada por el viento, para así poder ver los signos de todas aquellas cosas que nunca retornan, y que aún así, continúan mandando señales desde lo más remoto del uno mismo. 

Así presencio ese mundo asombroso, como si éste fuera un grabado antiguo que hace ya mucho tiempo perdiera su función, pues es una imagen que ilustra un texto ininteligible, una historia desgastada por sí misma y por la lluvia que emana.


VIII

¿En qué se ha convertido la progenitura de los ángeles? Evasiones perpetradas a través de túneles insustanciales, curaciones milagrosas de miembros fantasma que nunca antes habían estado allí, leyendas de hombres normales descritas con términos dorados, amores hirviendo en un caldero cuyo fuego es azuzado por los moribundos, escenas increíbles aconteciendo en esas coloridas vidrieras que, en realidad, no hacen más que separarnos de la luz del sol.

A falta de otra cosa nos arrancamos nuestros propios órganos para arrojárselos al rostro del visitante. Pero nada de todo esto me ha causado nunca ninguna impresión.

Un día, en cambio, conocí a un verdadero aspirante al trono. Un prodigio que se decía heredero de los reyes de la calima o de cualquier otro rey evadido de la prisión de las cosas materiales. Un rey que restableciera el orden destruido de las regiones internas. Algo así como la última pieza de un rosario de genealogías divinas encarnadas en lo más obvio de la personalidad. 

Se creía de la realeza a causa de la idea soberana que de sus propios anhelos tenía, una espiritualidad tan elegante como terrible, la elocuencia de lo celeste y de las losas heladas. Y a todo ello habría que añadir esos gestos agitados con los que pareciera querer apartar las sombras que lo separan de algún ídolo extraño, uno de aquellos figurines que permanecen olvidados para siempre en el extremo oculto de las grutas montañosas, o de cualquier tipo de gruta. Sería por eso que se pasaba el día aullando y acumulando sentimientos inútiles, emociones con las que realizar su particular ofrenda a todos aquellos espíritus que han sufrido el olvido de los hombres. 

Y todo ello lo ejecutaba entre sollozos metafísicos, como una María Antonieta incandescente que suspira con refinada paciencia ante el filo aguillotinado de los odios populares. Algo así como un ataque maravilloso de narcolepsia en el momento crucial de la vida, el estallido de las flores a modo de inmolación religiosa, la aventura escarlata que nos informa de toda esa belleza que no nos atrevemos a alcanzar, un atrevimiento de orden báquico que es más bien el acto ritual de un culto dedicado a todo lo que dentro de nosotros grita.

Pude adivinar que el aislamiento había suavizado los ángulos de su lenguaje hasta convertirlo en un fenómeno romántico, un punzón que resulta tierno al corazón. Algo así como una burbuja elevándose a través de la superficie de un pantano cenagoso, síntoma inequívoco de una respiración maravillosa pero sumergida en un mar de mierda. El más bello poema recitado con voz ronca y apagada, un sonido invadido y habitado por las golondrinas y por los demás signos y presagios de la muerte.

Todos estos personajes sublimes aparecen en medio de nuestro cansancio cotidiano, como una montaña de hielo deshaciéndose en medio de un valle soleado, ante la mirada perpleja de las hormigas y de los demás insectos. Observamos esas cimas que descienden y descienden hasta convertirse en la superficie de un mar que es más bien un charco, sin que nosotros siquiera adivinemos lo que realmente allí ha ocurrido. 

Y así nos hundimos también nosotros con el peso de las maravillas, por mucho que hagamos esos gestos extravagantes con los que nos exorcizamos de todo aquello que acontece en la invisibilidad.


Y aun con todo, aún sigo viendo a aquel ser sublime, mirándome con ojos pálidos, siempre que trazo las curvas a toda velocidad. 


IX

Todo esto que escribo es el epílogo de una historia en la que vivo a escondidas, siendo consciente de que mis palabras no son más que la estela de una soledad hiperbórea. 

Vivo así, al abrigo de los perfumes cálidos que yo mismo confecciono, perfumes cuya calidez no consiste en dar calor sino en hacerme olvidar el frío, la gelidez de la propia existencia, ese mármol a través de cuyas fisuras me escapo, tal que un extraño vapor emanando de un reino sobrenatural comprimido a presión.

Es esta una fuga que te coloca en la región de ti mismo donde has de asumir, en acto feroz, los reglamentos de la carne y la forma en que livianamente flota el rostro del espíritu.

Te hundes, y cuanto más te hundes, más elevado se percibe el mundo al que aspiras. Pero al fin y al cabo ese es un mundo que se deja influir por tus palabras, por la forma de las frases y los trucos disuasorios de la imaginación, haciéndose de esta manera, en cierto modo, accesible, pero hundiéndote a su vez, aún más, en la terrible paradoja de la posibilidad. 

Has de perseverar, perseverar, como una gotera molesta que se derrama de forma inconsciente pero constante, pese a la incertidumbre que nace de las palabras erradas, pese a la certeza que brindan cada una de tus equivocaciones. 


Has de perseverar, perseverar, hasta que un día te hayas despertado, casi sin apenas haberte dado cuenta, siendo poseedor de una transparencia semejante a la pureza de una mañana de Abril. 


X

Asisto a mis propios ensueños, como si agitara deliberadamente el polvo acumulado durante años en una casa que no ha sido jamás habitada, ni tan siquiera por fantasmas. Polvo, esa materia inverosímil de donde se viene y a donde se va. Sustancia rebosante de una vida aún más vibrante que la de los propios seres animados.  

Esa agitación es como vivir aquejado de una muerte rusa, una muerte que te sorprende con los dientes apretados, aguantando el frío de alguna idea oscura con la que interpretar el misterio del mundo. Pero es esta una muerte sobre cuya naturaleza me da pena escribir aquí, en las líneas apretadas de este papel sucio. 

Cualquier recurso que utilice para hablar de ello, cualquier metáfora, hipérbole o analogía, así como cualquier exaltación deliberada de inquietante belleza, no sería más que consecuencia de mi profundo pudor, de esa vergüenza sonrojante que siempre me hace enmascarar lo acontecido con ciertos hálitos poéticos. Pero he de hacer aquí un breve inciso, pues nunca se trata de vergüenza propia, sino de vergüenza ajena…

Sólo sería capaz de describir una pequeña parte de ese todo escapándome en las mil formas de las flores, transitando fugazmente en la electricidad del aire durante los días de tormenta, ese espacio donde cielo y tierra se enfrentan y desafían en una disputa metafísica, tan trágica como irresoluble. 

Sólo podría dar alguna explicación a través de ese chispazo atmosférico, joya emocional cuya única función es la de adherir cierta belleza al acento de mis gestos, de modo que todo lo expresado consiga usurpar la ensoñación de los propios sueños, tal que una profanación inesperada, y, en medio de semejante confusión, reconocer tu presencia en la imagen de todo lo que de repente aparece, un ideal personificado. Aunque tal vez sólo se trate del humo de las cenizas, aún calientes, adoptando formas antropomórficas que me tienden la mano y me hablan del amor. 

Tengo la impresión de vivir dentro del cuerpo de un ángel que se haya desplomado sobre la tierra, sin haber caído realmente de ningún sitio. 

Tengo la impresión de vivir en un simulacro arcangélico, perpetuado por una insólita ceremonia.

Tengo la impresión de que mi vida no se prolonga sino que se repite en una sucesión de momentos nocturnos, haciéndose únicamente visible y acontecible a través de la invocación de lo que no es el yo mismo. 

Y es en lo arcangélico donde te vislumbro. Un vínculo aún más estrecho que el de la sangre, si acaso los espíritus puedan cometer incesto con el mero hecho de reconocerse. Hay una extraña inminencia en los misteriosos reflejos de la semejanza, un despliegue querúbico en el orden de lo simétrico. 

Y así cierro los ojos, sentado en la soledad que brilla en lo alto de las escaleras, intentando reconstruir todo lo que acontece en mí mientras escribo estas palabras, hasta que acabo por vislumbrar unos destellos que acontecen más allá de los rasgos de mi propio rostro. Estrellas que brillan en el otro extremo de la galaxia. 


Y es entonces que mi yo ángel se echa a volar, como una simiente retardada cuya floración haya sido por largo tiempo esperada.


XI

Hallé un único gesto de amor en todas aquellas cosas que quedan trazadas en la línea que va desde el corazón a la estrella más distante. Es esta una manera de marcharme por entre las fisuras de mis propias palabras, allí donde siempre me empeño en fijar la mirada, allí donde dirijo cada uno de mis anhelos, pues soy consciente de que la mayoría de mis palabras son de un orden muy diferente a las que llevan al cielo.  

Haré un único gesto de amor antes de quedar en silencio. Uno que desentierre de la oscuridad de la atmósfera a toda esa serie de presencias que siempre han estado secretamente unidas. Uno que eclosione en corolas de brillo celeste y aterciopelado, resplandores que restauren la belleza que antaño fuera rota por otro tipo de ademanes, palabras bárbaras y mundanales. 

Haré ese gesto antes de quedar en silencio, el silencio agotador de las evasiones, ese que hace, por sí sólo, que finalmente te desplomes, escuchando tras de ti, ya muy cerca, los ladridos de los perros hambrientos que la supuesta realidad ha liberado para que te den caza, evitar que te escapes y acaso encuentres, de algún extraño modo, las palabras con las que hablar de todas las maravillas que hay al otro lado.

Pero nadie podría oírme aullar desde ese lugar, desde esa tierra de milagros, lo que confirma aún más la naturaleza sádica y cruenta de esta cacería, pues en realidad carece de un por qué, de un motivo. Así que guardaré silencio, un profundo silencio que otorgue, al menos, un halo religioso a mi fracaso, un algo sacrificial en la manera ceremoniosa con que los perros despedacen mi cuerpo. Un silencio con el que invocar a la belleza desde este lecho de cenizas, dejándome, además, intoxicar por los pedos de las rosas literarias, a fin de morir dormido.

Hay cuerpos que se someten a aventuras inhumanas, cuerpos que flotan en el aire, sostenidos por ensueños cuya fuerza es aún mayor que la que muestran las cariátides al aguantar el peso de los templos griegos a través de los siglos. Ensueños cuya calma es aún más serena que la que se encuentra al descansar la cabeza sobre el pecho de una mujer extraterrena. 

No hay que dejar que la noche que llega nos encuentre aislados y en postura inquieta. No hay que dejar que las frías manos de todo lo que nos confunde nos tapen nariz y boca en eterna asfixia. 


Es por esto que cada noche, antes de dormir, recorro los evangelios con mi mirada interna, leyendo el ensueño poderoso de sus palabras, para que así, durante mis sueños, durante esa muerte ordinaria de la consciencia, mi yo más profundo no deje de invocar tu nombre, su nombre, aquel nombre, todos esos nombres que conducen a uno sólo: Jesús.


XII

Heridas de amor operando como grandes portales por donde llegar a ese otro lado, a ese sentimiento desprovisto de toda fría y geométrica forma, de todo aquello que aguarda en lo supuesto, inherente en la apariencia de las cosas. 

Heridas de amor operando como agujeros de gusano, posibilitando el casi inmediato contacto entre las posiciones distantes de mi universo y el tuyo. Pliegues emocionales por los que acceder a esa existencia paralela cubierta de piel y lunares. De piel y lunares semejantes a hoyos rellenos de noche y oscuros secretos.

Es así que las aves recorren, inocentes, toda esta distancia imposible que separa al sentimiento de su objeto, como si no hubiese precipicios de por medio. Precipicios en el aire. Precipicios en el cielo. El peso de los ideales cediendo poco a poco a la gravedad terrestre y corrupta.

Es así que tu alma acaba oliendo como cuerda de horca empapada por lluvia y relente. Cabos podridos de buque encallado y a medio hundir. 

Observo cómo las pirañas se alimentan de la carne del tiempo mientras la materia viaja por esos túneles, por esos agujeros, por esos universos paralelos, plegados por el eje del amor. Justo ahí, donde nos reunimos a escondidas en la paradoja, pues tal coordenada no es más que el escondrijo de los sueños. 

Observo descontando los números que componen toda esta matemática supuestamente sostenible pero que no alcanza a definir el despliegue de nuestra existencia. Esa matemática que define a una manta como un conjunto de hebras perfectamente hilvanadas y no como un objeto querido que nos calienta. Esa matemática cuyo resultado póstumo es siempre cero y muerte. Pero un cero que nada tiene que ver con nuestra vibrante Nada. Esta fértil Nada nuestra que nos existe.

De todas formas, viajaré. Viajaré a través de heridas y de precipicios. Viajaré más allá de los umbrales, más allá del tic toc que dibuja constantes nocturnas en el trastabillado cuco de tu mente. Contaré los segundos que tardan estos tus sueños en llegar a la eterna estructura de la medianoche. De nuevo esas frías y geométricas formas, tan sólo franqueables a través de la hendidura de la herida, del túnel, del pliegue, del agujero de gusano emocional. 


Siento cómo mis ojos mastican y degustan las imágenes de estos sueños, devorando sus formas y colores, deglutiendo cada una de sus rectas y curvas hasta extraer el nutriente y evocador poder de su ininteligibilidad… de su noche, pues la imagen no es más que sepultura, una lápida bajo la cuál sólo hay oscuridad, el olor de una tierra empapada por frías lenguas y todo todo mi amor emparedado.


XIII

Hay tantas cosas que causan en mí un asombro y una admiración tan intensa e inusual, que me parece estar sufriendo algún tipo de emoción criminal, tal es la naturaleza clandestina de lo que siento. 

Hay tantos significados consumándose en la remota cercanía de las cosas simples y minúsculas… Mi atención se detiene en la extraña manera con que acontecen, de la misma manera que todos nos detenemos en las cosas que nos consuelan. 

Y no es que las cosas aparentemente importantes no perturben nunca mi alma, pero mi mirada siempre se torna a la manera en que los grillos le arrancan sus joyas a la noche, transportando en su sonido la violenta gloria con que mueren las estrellas, aquellas cuya luz nos golpea a diario las cabezas, como el vestigio volátil de todo lo que ya no es, o como un recuerdo que sólo es capaz de perpetuarse a través de lo luminoso y lo brillante. 

Vivo distraído por el amor que le tengo a la belleza, deseando palpar todo aquello que ha sido coronado por la muerte y que, aun así, sigue persistiendo en todo lo que nos rodea, en las llamas vacilantes de los transeúntes, emitiendo apagados destellos que emulan los extraños lugares que han de existir en cualquier otro extremo de la galaxia. 

Creo en todo aquello que persiste. Creo en la intimidad aureolada de lo que se prolonga. Creo en los misterios sólo vistos a la luz de las luciérnagas. Creo en la fantasía con que los girasoles giran en busca del sol. Creo en los rezos cuyos cometidos se me antojan extraños. Creo en la festividad con que celebramos la primavera de los momentos cotidianos, aún con más devoción los que nadie ha conseguido entender nunca. 

Creo, en fin, en todas las cabezas aguillotinadas que se siguen riendo y riendo a través del sonido de las ramas agitadas por el viento, a través del musgo que crepita al ser pisado, a través de los últimos brindis de la noche, en especial el de los enamorados. Cabezas que jamás caen en el cesto de serrín tras ser cortadas, sino que siguen girando y girando en el vacío del espacio, haciéndose paso por entre los meteoritos, las estrellas y el resto de los astros. 

Todas estas cosas se perpetúan en un sentimiento leve pero triunfal. Un triunfo que no es de orden terrestre, como si un condenado a muerte se levantara del cadalso tras ser ejecutado, y se pusiera a observar las nubes murmurando extrañas emociones, con gesto fascinado, sin ser siquiera consciente de haber sido objeto de una operación mágica o milagrosa.


Todas estas cosas vuelven la mirada hacia nosotros, como si nos perdonaran por haber sido sus verdugos al ignorarlas, pues nuestro crimen es del todo irrelevante para ellas. Somos nosotros los que, de una manera u otra, dejaremos de existir, mientras lo maravilloso continuará perpetuándose en el éter de sus propias maravillas. 



XIV

Corazón. Un corazón abandonado por unas emociones en fuga, ante la erupción repentina del volcán emocional, una especie de Pompeya del ser en la que las mejores intenciones quedan sepultadas por la lava y la ceniza, mientras que las que consiguen huir corren sin mirar atrás, con un cuchillo entre los dientes.

Emociones que huyen de uno mismo, e invaden, conquistan y se repliegan con la determinación de las cosas infinitas, creando nuevos mundos caracterizados por el arrebato, el duelo y la clarividencia, nuevas civilizaciones que al menos consigan conservar el poder de los sueños, pese a que puedan acabar consumidas en el peor de los abismos. 

Emociones que corren y corren, frotando a su paso las espadas contra el suelo, recreando con las chispas el poder de los rayos primitivos y en sus gritos la invocación del Desperta Ferro, prueba definitiva de su ferocidad.

Emociones que corren y corren, con el espíritu del peregrinaje, con el canto del pájaro mitológico, batiendo sus alas sobre todo lo inalcanzable, curando sus heridas con impuros salivazos, sabiéndose desheredadas de las promesas del paraíso, adorando, al fin, ídolos extraños, en un arranque de desesperación.

Emociones que corren y corren, viendo en las palabras un espléndido trono, desde donde empuñar el rayo, como si éste fuera un cetro luminoso con el que dirigir los destinos interiores, perpetuando además el sentido oculto de sus dictámenes, a través de todo lo que se siente eterno, como si tales palabras hubiesen sido alimentadas con néctar y ambrosía.


Palabras. Palabras que finalmente devienen en acontecimientos, en sucesos que se responden entre sí con los ecos, los sonidos y los perfumes de sus propias consecuencias, desde la profundidad de los bosques, donde las brujas, ogros y significados conviven, tal que una reminiscencia terrible de todo lo que pudo haber ocurrido, o peor aún, de todo lo que ha conseguido ocurrir.


XV

Imaginas una presencia etérea, le das un nombre, te abalanzas sobre él, y nada más atravesar esa palabra, a toda velocidad, te despedazas, dividiéndose tus miembros en una dulce y reveladora violencia, como siguiendo una tradición que sólo se celebra de noche, en un lugar apartado, y habiéndose prohibido expresamente cualquier presencia corporal.

Una niña que hay a mi lado me observa, por un segundo aparta la mirada, como si acabara de adivinar que estoy hablando de la muerte, me vuelve a observar y se desvanece en una cadena de sonrisas indefinibles, sonrisas que acaban deviniendo en una antítesis anómala de la felicidad. 

¿De la felicidad? Hablaba también de lo incorpóreo, aunque no hay que subestimar la sutileza de la carne, pues la carne es todavía el medio más eficaz para el prodigio, sea obviándola, sea amándola, sea optando por la elegancia del camino medio, que es a su vez el más extremo y complicado.

Siempre quedo demasiado impresionado por los destellos que quedan tras toda desaparición. Un fenómeno que obliga a rezar y a querer sentirse digno del momento. Hay algo tenebroso en el deslumbramiento, así como algo ardiente y cegador en todo lo que se desvanece entre las sombras.

Nunca le hablo a nadie de la manera en que venero esos destellos. Es como intuir los cabellos largos y dorados de un ángel cuya cabeza ha sido rapada al cero. Y es que hay algo residual en la mirada, un reencuentro con lo que realmente deseas ver: el vestigio de lo allí ocurrido, la manera en que persiste todo lo dicho, todo lo visto y todo lo sentido.


Y es aquí donde tomas consciencia de que sólo dejando ir y volar al ángel, aquel que han rapado y humillado, serás capaz de amar, en lo ardiente de las sombras, en lo oscuro de la luz.


XVI

Caen las aves con su heráldica celeste a lo largo de las antiguas fronteras del Jorasán. Caen desde las más brillantes alturas del alma. Caen con la misma incertidumbre que un idioma creado con agua y hablado desde las entrañas: Lámpara de oscuridad y de imposible exégesis, háblame y alúmbrame con esas realidades que, aun no teniendo nombre, son aún más reales que todo aquello que la nueva terminología humana se empeña en determinar, delimitar y denostar de forma cada vez más neurótica. 

Huyo al emplazamiento de mis más íntimos anhelos, en el mismo corazón del devastado corazón de la ruina, esa villa áurea y sagrada apenas distinguible desde la carretera, pequeño oasis colindante al extremo nordeste de la ancestral ruta de Samarkanda, tan sólo accesible a través del rezo y del suicidio de los sentidos. 

Huyo portando la marca de Caín, señal inequívoca del que no se postra ante los actuales imperativos de la tan auto proclamada “concienciación social”. Huyo portando la marca impuesta a todo aquel que no se “conciencia” y que se emboca en cambio hacia el viaje, hacia la huída de todo lo prescindible, de todos esos espejismos con los que se está construyendo el más falso de los altruismos, la más sofisticada y perversa forma de gregarismo y de genuflexión.  

Huyo de toda esa civilización habitada por fantasmas, espectros y gatos monteses. Huyo hacia la esencia.

Huyo siguiendo un camino que no es más que una inmensa hilera de cráneo animal, el más que improvable itinerario de los locos, aquel bulevar hechizado cuyo sentido último siempre acaba desembocando en lo más alto de la meseta persa, más allá de las tumbas de los Aqueménidas, más allá de las imponentes columnas de Persépolis, aquellas que sujetan el cielo invisible de toda Asia, donde no puede existir sino lo extraterrestre, la parte más extrema de lo humano que roza el cielo.

Huyo trayendo conmigo los olores de Antioquía, la profundidad de las huellas de los cruzados, la agudeza de un criador de caballos que conocí en mi más bello recuerdo de la estepa turcomana. 

Huyo arrastrándome bajo la luz itinerante del desierto, hospedándome en los castillos de arena que crecen en sus dunas, dejándome llevar por el viento que se cuela por los huecos de sus ventanas. 

Huyo hasta este preciso lugar, donde las tortugas duermen moribundas y panza arriba, bajo la indiferencia lunar, donde construyo un enorme dique emocional que me aísla de todo lo desapacible, de todos esos pájaros que sólo saben emigrar hacia un lugar que no son ni ellos mismos. 

Y es justo aquí que encuentro un rostro que me ayuda a retornar a la vida. Un ángel que me habla como si tuviera la mirada siempre puesta en el exterior de una ventana. Pero no de cualquier ventana, sino de esas ventanas que siempre dan a noches estrelladas que brillan intermitentes sobre el paisaje incendiado de tu ser. 

Son precisamente todos los caminos que he eludido a lo largo de mi vida los que me han traído hasta aquí, donde todo desemboca irremediablemente, donde las aves caen con su heráldica celeste, con su idioma de agua y entraña, desde las alturas más brillantes.

Estoy justo aquí, en el lugar más alto de la meseta persa, donde las ráfagas de tribus nómadas traspasan la realidad de las cosas como si de espejismos se trataran, donde los viejos sufíes se alimentan con la arena, pues no hay oasis que no sea espejismo.

Y es que todo es desierto.


Todo es final. 


XVII

Has de permanecer lo suficientemente atento como para, al menos, intuir al ángel, verlo apretar sus mandíbulas y tensar sus músculos mientras intenta traerte las más extrañas imágenes a tu consciencia. Una luz tersa aureolea su figura por un instante, siempre que desciende, justo antes de desaparecer de nuevo en todo aquello que de ti mismo desconoces. Es un destello desconcertante, un brillo idéntico al que suavemente festonea los sucios tejados de la ciudad, justo antes de hacerse de noche. Y es en los momentos en que desaparece, que vislumbras el fin del mundo, en el desasosiego de tus sentimientos, en la incertidumbre, en la ausencia de imágenes que puedan explicar tu yo mismo y por ende al mundo que te rodea. Tienes miedo de que el ángel ya no vuelva, de que no encuentre el camino de vuelta a tu yo presente, de la misma manera en que todos aquellos momentos felices que has vivido no retornan nunca. 

Pero los ángeles son ángeles por no abandonarte jamás su presencia, aunque se hayan ido, aunque ya no estén. Y es así que mi ángel siempre vuelve sin haberse ido siquiera, trayendo consigo las más remotas imágenes de mi subconsciente, realidades sin nombre que jamás traicionaré intentando aprisionarlas con términos o definiciones. Los milagros son realidades innominadas y no voy a ser yo quien los delate señalando el lugar de su escondrijo, pues para hacerse reales en tu ser, los milagros han de permanecer ocultos a la palabra.

Y mi ángel, este mi ángel, sigue trayéndome imágenes, reconfortándome sin saberlo con la naturaleza borrosa de mis recuerdos, como si esa especie de niebla me protegiera de mi pasado y a su vez me empapara con una sedante lluvia de ignorancia. Llegado a este punto es imposible no ceder a la tentación de usar la tan recurrente analogía de la ruina, pues el olvido y la erosión son dos fenómenos demasiado cercanos, apenas distinguibles.

Al final te cansas de tus propios recuerdos y empiezas a soñar con los caminos abiertos que serpentean a través de lo desconocido y lo lejano. Sueñas, pero siempre hay de por medio una polvareda infranqueable, una muralla de partículas levitantes aún más sólidas que el propio hormigón, pese a ser intangibles. Partículas que no son otra cosa que el resultado del derrumbe y la demolición de todos aquellos palacios y castillos que tu imaginación había construido para tu futuro. Un muro de vestigios flotando en el aire. Un desierto disperso en un espacio sin gravedad. 

Todo se ha convertido en arena, en dunas de tiempo que se mueven imitando las olas del mar, del bello mar. Pero la arena no es agua sino un elemento muerto, un cementerio infinito iluminado por escalas de luz inerte. 

Y es así que el tiempo ya no discurre en ningún sentido, ni despliega sentidos.

Y es así que vives en lo inmediato, sin ángeles ni milagros.


Ya no existe nada, nada más allá de tu propia respiración. 


XVIII

Con una sola frase se podría traducir mi tristeza, una que se escriba al final de las historias y que posea la imprecisión de las cosas infinitas, de todas esas cosas imposibles de ubicar por no tener ningún punto de referencia, más que la nostalgia que provocan. 

Hay sentimientos que te piden que los sujetes con ferocidad y firmeza, como lo hace la empuñadura de una daga. Otros demandan la delicadeza con la que se sostiene una rosa o la mano de una de aquellas damas de antaño. Hojarasca, pan de oro y agua hirviendo. Esta es la manera con la que ciertas emociones quieren ser evocadas, emociones que a su vez devienen en otras aún más sutiles sobre las que sería imposible escribir.  

Hay que poseer la fortaleza de un caballero andante, de esos que eran capaces de desvanecerse ante la visión de una mancha bermeja sobre la nieve, pues éste es un claro síntoma de exaltación prodigiosa, esa enfermedad crónica del alma que empuja a la búsqueda del Grial y a recorrer los bosques de ese mundo infantil que agoniza bajo el extraño influjo de una luz negra.

Hay que poseer la fortaleza del caballero oscuro, aquella con la que poder ir más allá del uno mismo, golpeando salvajemente las espuelas, emulando así el ruido cavernoso de las cerraduras que ceden.

Hay que cabalgar con la desnudez del loco, de uno que posea los ojos verdes de todo lo inverosímil. 

Hay que cabalgar con la torpeza del asesino, de ese que se detiene, atónito, a adorar la belleza de su víctima dejando por descuido que ésta se le escape. 

Hay que cabalgar con la inutilidad del poeta, de uno que tropiece sin cesar con las sombras alargadas, esas que proyectan las figuras invisibles que jalean a diario la palabra de Dios. 

Hay que cabalgar hacia ese rostro que cuanto más te acercas a él más adquiere la apariencia de un puñado de estrellas. 


Hay que cabalgar y recorrer el laberinto imaginario en cuyo centro se esconde un minotauro, ese monstruo cuyos gestos son una combinación de acontecimientos terribles en los que se adivina un final tan pasivo como violento. Un monstruo que no es más que una habitación vacía, pues es precisamente esa vaciedad contra la que, finalmente, el caballero tendrá que luchar.


XIX

Hoy encendieron las luces eléctricas en la capilla del sagrario. Un hecho irrelevante si no fuera porque la luz directa oscurece la realidad de todo lo mistérico con la misma violencia de una profanación.

Aborrezco esa iluminación intrusa, pues con ella la luz interna y candorosa de todos los objetos queda reducida a una débil palidez, a una llamita tísica que no tarda en apagarse, dejando en el ambiente la sensación vacía y nostálgica que provoca el olor de las velas recién apagadas.

Todo queda reducido a un espacio en el que cada cosa sólo es lo que es, sin prolongación, sin aura. Objetos que carecen de toda esperanza. Pareciera que la sacralidad que los rodea haya sido devorada por las termitas, y que éstas, no habiendo sido conscientes de lo que han hecho, se hayan desvanecido en la desnudez que ellas mismas han provocado, una desnudez implacable donde no existe siquiera el eco.

Te sientes tan partícipe de ese mundo que has creado entorno al aura prodigiosa de las velas, que de pronto te percatas de lo terriblemente excluido que estás del otro, de ese otro mundo donde sólo ves a un desconocido cuando te miras al espejo, pues estás acostumbrado a otro tipo de reflejo y a otra manera de ver las cosas. 

Escuchar a las manadas de lobos aullando en esa noche que impregna la apariencia de las cosas, eso es a lo que estoy acostumbrado. A presentir los confines del círculo polar en la extraña manera con que los objetos cotidianos se resignan a existir, inmóviles, pero como si hubiera algo que siempre está a punto de hacerlos explotar desde dentro.

Y es que los objetos poseen una vida secreta a la que tan sólo se accede recurriendo a los lugares más oscuros de la percepción. Aunque siempre hay un elemento trágico que corona el canto severo de esta trascendencia, un vértigo que da vueltas entorno a la altura invertida que alcanzan los secretos, la cima solitaria donde ya no queda oxígeno para respirar.


Hay un peligro inminente en la paradoja de la ruta que ha de tomar la mirada, si acaso ésta quisiera llegar más allá de las montañas, aquellas que se interponen entre nosotros y el pálpito de las cosas, un accidente geográfico que nos convierte en una circunstancia imposible de prever, pues siempre acontece la misma avalancha, ese desprendimiento que te deja completamente aislado, rodeado de una nieve espesa y aureolada, una materia incierta en la que finalmente te hundes, totalmente solo y hambriento de ambrosía.


XX

La viola describe el escenario de las evasiones con su tañido inacabable. Más parece un aullido violento e inhumano que un motivo por el que estremecerse o sentir un mínimo de compasión, tal es su aplomo, tal es el poder de aquello que trasciende el trémulo mundo de las emociones. 

Esta música hace parecer que las experiencias no han sido más que soñadas, o que no pertenecen sino al dominio de lo secreto, a un instante que no ha ocurrido en la tierra sino en una aventura extraterrestre, como si las enormes bandadas de pájaros mitológicos que sobrevolaban los eventos nunca hubieran existido más que en una intensa emoción, en una personificación prodigiosa que se revuelve en el cúmulo de las entrañas, pues los sueños acontecen desde el vientre, desde lo más visceral y verdadero de tu fisonomía. 

Esa es la música que escucho cuando recuerdo aquel desierto en el que estaba encerrado y del que no me permitían salir, y hablo de manera literal. Hablo de Arizona y de las múltiples evasiones que se agitaban en mis tripas como miles de sueños clandestinos. 

No hay peor herida que la de unas muñecas y unos tobillos entumecidos por unas esposas invisibles, el confinamiento virtual de las leyes humanas, aún más cuando esa virtualidad se traduce literalmente en vivir sitiado por un desierto tan real como ardiente, tan inmenso como empequeñecedor, y en una cadena o sucesión de moteles de carretera cuya pestilencia y soledad has de asumir como tu único hogar, a lo largo de los meses eternos, y con la incertidumbre de no saber por cuanto tiempo las pesadillas son capaces de prolongarse.


Siempre recordaré el nombre de Wallace, de Arizona y de Estados Unidos con un asco, una repulsión y un odio de los que aún a día de hoy intento curarme, a base de edulcorar los recuerdos, a base de asimilaciones en las que interviene todo el poder de lo ballardiano, a base de los extraños mecanismos con que el perdonar nos sana y con que tu parte de culpa se hace inminente, pero sobre todo, a base de seguir escuchando aquella melodía penetrante y mitológica que reverbera a través del aire dilatado del desierto, a través de las cuerdas de esa viola que nos gime en las entrañas, como una manada salvaje de pájaros furiosos, resucitando a través del fuego.


XXI

Los sudarios arden al tocar los rostros pálidos de todo aquello que se ha hundido en el cieno de los sueños, pues son estos unos sueños de los que se despierta con turbación, el mismo desconcierto que sienten todos esos insensatos que se han atrevido a visitar cualquiera de los presidios donde encierran a los niños. 

Tal vez ocurra así porque es precisamente un presidio desde donde nos hace señas el niño esper. Un niño alado que nos habla, acumulando edad entre las cuatro paredes de su encierro, de forma irregular, pues consigue mantener un aire infantil en la mirada mientras sus palabras envejecen.

Pero envejecer no es algo que en absoluto le preocupe, pues este niño posee el poder de abrir con su mente las puertas de lo sublime, un poder que no hace más que condenarle a vivir en una perpetuidad de ensoñaciones tenebrosas, pues lo sublime es una fórmula cuya exquisitez se torna fúnebre por ser irresoluble. 

Hay que tener cuidado de que toda esa oscuridad ininteligible y apetitosa no se convierta en un pretexto para desatar la ira y actuar con mezquindad, o peor aún, para reclamar la posesión de esa aura misteriosa que envuelve a los santos, a los mártires y a los anacoretas. Nada de esto ha de perturbar a la aventura del confinamiento, ni a la marcha constante hacia lo maravilloso. No hay nada que reclamar en una aventura que se supone solitaria.

La única tarea del niño esper es la de la anunciación, el poder luminoso del ángel que trae noticias extrañas a una sociedad pasmada y hundida en el miedo, pues todos estamos preñados sin saberlo del espíritu de lo maravilloso, todos podríamos traer al mundo al ser celeste que llevamos dentro, todos seríamos capaces de concebir lo inconcebible si tan sólo tuviéramos la voluntad de destruir todas esas barreras que han levantado nuestros temores, todos esos muros con los que hemos construido la miserabilidad de este mundo. 


Hay un niño alado que nos hace señas desde las cuatro paredes de su encierro, que nos habla con la palidez de los sueños, para darnos la buena nueva, la noticia de que todos podríamos dar a luz lo que realmente somos y acabar de una vez por todas con este aniquilamiento que confundimos con la vida.


XXII

Lo más difícil no es descubrir las cosas que tu imaginación te desvela, sino cavar los túneles subterráneos en la dura roca, horadar todos esos escondrijos desde donde importunar al mundo con la poesía, o directamente inventar otros tantos, pero esta vez ilimitados, y haciendo uso de la candidez con la que concluyen las grandes maldiciones.

Aunque en realidad no es necesario inventarse nada. Basta con estar atentos a la manera con que el sol nos manda sus mensajes intermitentes, y no hacer más que enunciarlos en voz alta, siempre en situaciones de inferioridad numérica, pues los golpes recibidos harán que tu voz adquiera la apariencia de los hematomas, emulando así la iridiscencia de las constelaciones.

Hace falta prestar la misma atención que las viejas reservan a sus santos, tener un oído predispuesto a escuchar, a percibir las presencias que se mueven sigilosamente por los patios haciendo que éstos parezcan aún más vacíos, y aprender de ellas, pues no hay mayor virtud o poder que el de pasar desapercibido.

Es necesario aplicarse en no dejar tus huellas al caminar sobre la nieve, y aún menos sobre las orillas movedizas que delimitan ese mundo que acechas pero que sabes que has de abandonar enteramente, más tarde o más temprano.

Es preciso dar la sensación de que andas despistado, como buscando algo diminuto y transparente en el suelo de alguna calle abarrotada, como estuvieras guiado tan sólo por el presentimiento, cuando en realidad, ni los sentimientos ni las premoniciones juegan papel alguno, más que en la intensa emoción que sientes al hundir tu cuchillo invisible en los cuatro costados de tu oponente, en lo más profundo de todo aquello que obstaculiza tu visión de lo maravilloso.


Hay, en fin, que pulverizarse en el sueño de tus propias palabras, como si éstas nunca hubieran existido más que en el silencioso discurrir de una presencia extraña, una que vaga por los patios nocturnos haciendo que éstos parezcan aún más vacíos.



FIN